lunes, 27 de febrero de 2017

Cuba y el síndrome del miedo adquirido


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LA HABANA, Cuba.- En Cuba las paredes tienen oídos, los árboles ojos y en cualquier sitio donde coincidan dos personas o más, existen cámaras ocultas para grabar los atentados verbales contra la esclerótica revolución, según muestran las recelosas expresiones y la unanimidad formal de la ciudadanía, cuando se cuestiona en público al régimen o a la cúpula vitalicia en el poder.
El miedo a señalarse como apáticos, hipercríticos o desafectos al “socialismo” cubano o al liderazgo histórico del país, y a ser víctimas de una delación que los marque como contrarios a la revolución, hace crispar los nervios, disparar las alarmas sensoriales, escoger con tino las palabras a decir, trastocarlas, prostituir la opinión y ponerse a tono con un follón ideológico que todos niegan y aborrecen de pe a pa entre amistades confiables o en el entorno familiar.
No importa si lo dicho por el supuesto provocador es que el fondo habitacional está en ruinas, los alimentos son de mala calidad y a precios elevados, tal dirigente es corrupto, el otro tiene pinta de tracatán, aquel de mujeriego y ese de borrachín, para que a una frunzan el ceño, miren hacia los lados y hacia atrás con tímidos gestos evasivos y caras de ‘yo no estaba allí’.
Tampoco si quien escucha es un vendedor clandestino de carne de res, una prostituta de calabozo y granja de rehabilitación, un consumidor del ron espurio conocido como Salta pa´tras, un médico con tres hijos exiliados en Madrid, o una ingeniera repatriada del Ecuador, siempre que sus vivencias o delitos no sean tomados como actos contra la revolución. 

Síndrome del miedo adquirido

El problema es que al estereotipado policía que cada cubano tiene dentro, lo alimenta una legión de miedos inducidos, que se convierten en parálisis sociales programadas y cárceles de opinión, que tienden a entorpecer o ponen freno al verdadero criterio personal de andar por casa, en un ejercicio de temor compulsivo que anula o transforma la imagen de la realidad.
Según una pastoral hecha circular hace un tiempo por sacerdotes orientales bajo el título El síndrome del miedo adquirido, la parálisis social del cubano nace de seguir al dedillo expresiones conformistas como ‘una sola golondrina no compone verano’, ‘es mejor malo conocido que bueno por conocer’ y ‘si la vida sólo te da limones, hazte una buena limonada’, entre otras que frustran los deseos de transformaciones en el país y en la vida personal.
Además, si a estos y otros conceptos manejados en la pastoral le añadimos el temor inducido por la maquinaria psicológica gubernamental a través de los medios de comunicación, no hay dudas de que los cubanos tendrán que hacer de tripas corazón para sacudirse el miedo a los demás, al ejercicio de sus derechos a tener una propia opinión y a expresarla sin ningún temor.
Es verdad que programas televisivos como Día y Noche, Tras La Huella y UNO, todos de corte policial y basados en hechos reales de acuerdo con las advertencias de cada presentación, inducen a la precaución o al temor cuando te ponen en la pantalla que tras la máscara del más zarrapastroso cubano de a pie, la más servicial y gentil ciudadana, o el más encopetado y respetable señor, se encuentras las traidoras y obscuras esencias de un simple delator.
Esta fórmula de sembrar desconfianza en el vecino, el rellenador de fosforera de la esquina, el fumigador,  el falso ciego que vende gafas de sol, la profesora de secundaria, el gerente, la pregonera, el santero y el doctor, surte un efecto de miedo que sedimenta el temor en  una población que para obtener cualquier nivel de realización,  depende del Estado “protector”. 

No, pero sí

De ahí que un “no (creo en la revolución), pero sí (tengo que fingirme seguidor)”, sea el pan de cada día del cubano, en su afán de sobrevivir sin sobresaltos a la represión, y al interés de labrarles un incierto porvenir a sus hijos en Cuba, que siempre pasará por la incondicionalidad al régimen, a través de la participación de cuanto haga o demande la política de la nación.
Un reciente llamado para que jóvenes de ambos sexos que arriben a los 14 años de edad se incorporen a los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), y las muchachas, además, a la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), puso en evidencia que aún subsiste el temor de negarse a ser parte de organizaciones de masas criticadas y consideradas obsoletas por la población.
Ana Solís, una vecina que cumplió condena por un desvío de recursos en una cadena del pan en la capital, ante la pregunta de por qué, si no cree ni está integrada al CDR ni a la FMC, acepta que sus hijos se incorporen a dichas organizaciones de masas, respondió: “Si no lo hacen, se marcan, y aquí hace falta un aval para cualquier cosa y es ahí donde lo dan”.
Respuestas similares a estas son el denominador común en la sociedad, pues si bien reniegan y acusan a esta y otras organizaciones y organismos de ineptas, corruptas, ineficientes, manipuladoras y oportunistas, además de integradas por todos los estratos y elementos de la población, hay que acudir a ellas para resolver desde un permiso para construir un excusado colocar una puerta, obtener ciertos empleos, o viajar a cumplir misión al exterior.
De ahí que mendigos, militantes, académicos, prostitutas, intelectuales, delincuentes, profesionales, vagos, ateos, creyentes, agnósticos y trabajadores, se unan en su mayoría en un falso gesto de unanimidad a los llamados de las organizaciones de masas a integrarse, votar, gritar consignas, marchar, formar parte de un batallon de milicias o de un equipo de dominó.
Hay que cumplir, dar el paso al frente para no señalarse con el poder, dejar atrás derechos, honestidad  y convicción, en un escenario de máscaras tras el telón de boca de una nación, donde se mueven extras, figurantes, apuntadores, dobles y pocos actores en su auténtico rol, para que en cada papel de la obra farsesca de la revolución, gane quien luzca el mejor disfraz.

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