jueves, 21 de septiembre de 2017

Explicación increíble de la derrota del Madrid

Todo comenzó aquella noche mágica de Stamford Bridge: ambiente tenso, arbitraje impecable de cierto colegiado noruego, el zapatazo salvador de Iniesta al borde del acantilado, el adelantamiento de Pinto a Guardiola sobre la línea de cal… Mi amigo Pablo llegó tarde y ataviado con una camiseta de Gareth Bale que yo mismo le había regalado, fanático a partes iguales del Barça y el Tottenham, resoplando y profundamente irritado por una multa de aparcamiento que acababan de endosarle: “Entrar y salir, lo que se tarda en coger un atado de cervezas y pagar, ¿tú te crees?”. Y sí, lo creí, porque la vida tiene esas cosas y uno no puede hacer mucho más que aceptar las cartas y seguir jugando, algo que por entonces ni siquiera intuía hasta qué punto encierra una realidad terrible.
Desde entonces, cada partido importante que veíamos por televisión repetía Pablo su ritual: llegar tarde, la camiseta de Bale, los hilos del sofá, los negritos… Así disfrutamos algunos de los mejores momentos que nos ha regalado el fútbol en general y el Barça en particular, convencidos porque nos daba la gana de nuestra vital importancia en aquella catarata de títulos que asoló al club hasta convertir a Guardiola en uno de los personajes más odiados por cierta parte del barcelonismo. El caso es que Pablo ya no está y en ese tiempo ha levantado el Real Madrid tres Champions, lo que no quiere decir gran cosa pero a las vidas aburridas y nostálgicas de ciertas compañías nos da que pensar.El partido avanzaba inexorable hacia un fatídico desenlace y Pablo, atacado por los nervios, comenzó a arrancar hilos de mi sofá y a alinearlos unos junto a otros sobre la mesa del salón, como quien traza paralelas. Hacia el final del choque, agobiado, se levantó de un respingo y se dirigió a una estantería sobre la que reposa una horrenda orquesta de negritos de cerámica que mi madre me regaló hace muchos años, quizás la mayor de sus canalladas. Sin temple para atender a la retransmisión, se lanzó a recolocarlos con cierto orden lógico: el batería detrás, escoltado por los metales y el piano, dejando la vanguardia para las dos guitarras, el contrabajo y el solista. Debió de dar varias vueltas a la disposición pues allí echó unos cuantos minutos hasta que Iniesta enganchó aquella pelota, yo lancé el rugido de mi vida y los vecinos de al lado —madridistas— comenzaron a golpear la pared en señal de disconformidad, me gusta pensar que a cabezazos.
Ayer fue mi cumpleaños, y con cada felicitación inesperada que llegaba a mi teléfono me acordé de la que desearía recibir pero no llegaría. Así, entre melancolía y ratos de sueño, se me fue la hora de inicio del partido. Sin camiseta de Bale pero con el sofá hecho jirones, me puse a quitar hilos y estirarlos sobre la mesa, como hacía él. Aburrido de reventar mi propio mobiliario, encaré a los negritos con cierta desidia y allí estaba cuando del piso contiguo comenzaron a llegar los inconfundibles ecos de la frustración madridista contra las paredes: había marcado el Betis y yo no puede evitar, incluso en ausencia formal de mi gran amigo, sentir que aquel había sido uno de los mejores cumpleaños de mi vida.

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